Cervantes, Don Quixote, Inquisición, Índice expurgatorio, Juan de Borja, Tortuga, Erasmus, Adagia



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Un encuentro con la Inquisición

El Quijote, II. 36 y los azotes de Sancho

© Studiolum, 22-6-2005

   

Los azotes de Sancho (II.71)
R. Golding por dibujo de Robert Smirke (1752 – 1845)

Penitencia de don Quijote en Sierra Morena (I.25)
Francis Englehart por dibujo de Robert Smirke.

En este episodio, don Quijote no actúa en absoluto «tibia y flojamente», pues a la observación de Sancho sobre la ausencia de motivos para tal penitencia, contesta: «Ahí está el punto —respondió don Quijote— y ésa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto ¿qué hiciera en mojado?» (Barcelona: Círculo de Lectores, vol. I, p. 302).

Han escrito sobre asuntos estrechamente relacionados con este pasaje del Quijote:

• Castro, Américo, «Cervantes y la Inquisición», en Hacia Cervantes, Madrid: Taurus, 1967, 213-221.

• Descouzis [1972]: Descouzis, Paul Marcel, «C. y San Pablo, con la iglesia hemos dado, Sancho (Q., 2.ª P., c. IX)», Anales Cervantinos, XI (1972), pp. 33-57.

• López Navío, José, «Sobre la frase de la duquesa: “las obras de caridad hechas floja y tibiamente”(DQ, II, 36)», Anales Cervantinos, IX (1961-1962), 97-112.

• Márquez, A., «La Inquisición y Cervantes», Anthropos, 98-99 (1989), 56-58.

• Márquez, A.. Literatura e Inquisición en España, Madrid: Taurus.

• Osterc, Ludovic. El “Quijote”, la Iglesia y la Inquisición, México: UNAM, 1972.

• Ricard, Robert, «Cervantes et l’Inquisition Portugaise», Les Lettres Romanes, 17 [2] 1963, 167-170.

• Ricard, Robert, «Sur deux phrases de Cervantes (Don Quichotte, I, 7 et II, 36)», Les Lettres Romanes, 17 (1963), 159-167.

• Rodríguez Marín, F. «Cervantes y la Inquisición», en su ed. del Quijote (Madrid, 1928), vol. VII, apéndice 31, 333-338.

 

En el año en que celebramos el cuarto centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote (1605) hemos pensado que quizá esta breve nota pudiera ayudar al entendimiento de un pasaje que siempre se ha comentado con interrogantes. El texto se encuentra en el capítulo 36 de la Segunda Parte (1615) y es de los escasos que la Inquisición prohibió explícitamente.

Preguntó la duquesa a Sancho otro día si había comenzado la tarea de la penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntole la duquesa que con qué se los había dado. Respondió que con la mano.
  —Eso —replicó la duquesa— más es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo para mí que el sabio Merlín no estará contento con tanta blandura: menester será que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de las de canelones, que se dejen sentir, porque la letra con sangre entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora como lo es Dulcinea, por tan poco precio; y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada.
  (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Barcelona: Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, 2004, I, 1015-1016)

El problema se localiza en la última frase: «y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada». En 1616, la edición valenciana de Patricio Mey la suprimió de repente, sin que aparezca una prohibición expresa de la Inquisición hasta 1632. Llegados a este año sí que el Índice expurgatorio del Cardenal Zapata, en su página 905, manda que se borre de todas las impresiones, pero sin aclarar por qué. Algo sorprendido, Francisco Rodríguez Marín concluía un breve estudio titulado «Cervantes y la Inquisición» confesando: «no acierto a explicarme en qué pecó Cervantes para que mandaran borrar en su libro un concepto que de San Pablo acá viene corriendo como verdad palmaria» (p. 338). Así, el artículo de Rodríguez Marín recopilaba una serie de afirmaciones similares en la pluma de autores como Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, Alonso de Orozco, Jerónimo Gracián, etc., referidas a la caridad cristiana y que no tuvieron problema alguno con la censura inquisitorial. Pero Rodríguez Marín tuerce un poco la mira, pues todas estas citas, como de hecho anota en su conclusión, tienen que ver principalmente con la caridad según la sentencia de San Pablo en la Carta a los Corintios 13.3: «et si distribuero in cibos pauperum omnes facultates meas et si tradidero corpus meum ut ardeam caritatem autem non habuero nihil mihi prodest» («Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha»). Es decir, apuntan a que las buenas obras hechas sin la virtud teologal de la caridad no aprovechan para la vida futura, y no tocan lo que nos parece el eje de la afirmación de la duquesa cervantina: la reprobación de actuar en cuestiones de praxis cristiana «tibia y flojamente».

Dejaremos aparte la cuestión de la ironía de aplicar una sutileza teológica a los azotes que Sancho ha de infligirse para desencantar a Dulcinea, aunque en ello seguramente va todo el juego de Cervantes. En este punto estamos de acuerdo con Américo Castro:

No creo que Cervantes tuviera ninguna intención complicada al escribir la frase que tan peligrosa juzgó el Santo Oficio; el que se encuentre en el Quijote está, sin embargo, de acuerdo con el carácter íntimo y antivulgar del cristianismo de Cervantes, con el hecho de su predilección por el Apóstol San Pablo y con el abolengo erasmista de su religiosidad. (Hacia Cervantes, 219)

Pero Américo Castro tampoco puede dar más razón para esta prohibición que «la lejana sombra del iluminismo se le aparecía al cardenal Zapata, y actuó entonces con un celo que en 1632 nos parece algo retrospectivo» (218-219). Sería una muestra más de las reticencias del catolicismo hacia las interioridades de la conciencia individual, en todo caso inferiores en valor a los hechos externos y materiales, generadores de consenso público inmediato. Así, la Inquisición habría visto en esa literalidad redundante (como la utilizada ya en el famoso soneto al túmulo de Felipe II en Sevilla), expuesta en una frase aceptable sin resquicios por el dogma, una ironía que valía más eliminar.

Y, en efecto, podemos añadir nosotros que la Sessio VII del Concilio de Trento desarrolló explícitamente como centro de la fe cristiana la necesidad de la acción, afirmando que la fe sin obras es inválida y el solo deseo o voluntad que no pasa al acto no sirve. Este punto parece ser motivo de constante reflexión por parte de Cervantes. Está en la raíz de la construcción del personaje mismo de don Quijote, por supuesto. Pero aparece a lo largo de la obra (y también en La Galatea, III, f. 127). Por poner un solo ejemplo, valga el del capítulo 50 de la Primera Parte. Don Quijote, encerrado en la jaula pronuncia un largo y hermoso discurso sobre la excelencia de los libros de caballerías. Impedido como está, acaba lamentándose de que en esa situación mal podrá llevar sus ideales y buenos propósitos a la práctica; aunque acaba diciendo:

pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea, y el agradecimiento que solo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras... (626)

Es evidente la cita directa de la segunda epístola de Santiago («...et fides sine operibus mortua est» 17 y 26). Y la misma literalidad no oculta un germen irónico y una intención que también —al igual que en el caso anterior— podrían haber sido captados por la Inquisición. Máxime si, como se señala en nota de la edición de Francisco Rico, el contexto de la frase de don Quijote contradice la sentencia de la Glossa ordinaria sobre II Corintios, IX, 7: «large dat qui affectum largiendi habet, et si nihil habeat quod largiri possit» (cit. Volumen Complementario, 418).

Entonces, ¿por qué la Inquisición se ensañó solo con esta frase del Quijote II, 36?

Quizá podamos acercarnos a la solución si pensamos que Cervantes, conocedor de los Adagia erasmianos y, seguramente, lector de las Empresas morales de Juan de Borja (cuya primera parte, recordemos, se publicó en 1581), tuvo en la memoria las concentradas palabras de este último, que arrastran la rica tradición que hemos comentado en nuestra Silva 1. A su lectura tenemos que remitimos para entender cabalmente la intuición que aquí exponemos. El recuerdo que parece tener Cervantes de la frase de Borja («es mucho peor, y de mayor inconveniente, el proceder floja y tibiamente en lo que se emprende que si del todo se dexasse de hacer») conduce, como hemos visto en la mencionada Silva, directamente a un adagio comentado por Erasmo en el mismo sentido de la dialéctica entre voluntad y acción, del acometer las obras con decisión y no ser tibios. Y así pudieron notarlo los lectores y censores de olfato más fino.

Y ahora una última pregunta sería ¿por qué, entonces, Borja fue perdonado por la censura? No parece haber una respuesta fácil. Las Empresas morales, obra de escasa difusión en 1581 pudieron pasar desapercibidas a la Inquisición en su primera edición publicada en Praga, y estaban en 1632 ya muy lejos, incluso para aplicarles aquel «celo retrospectivo» del inquisidor Zapata. Y luego, en 1681, cuando salió en Bruselas la segunda edición, no se percibirían con tanta quisquillosidad tales minucias alrededor de los textos de Erasmo.

En todo caso, creemos que la evidente similitud de enunciación de los textos de Juan de Borja y de Cervantes, no debe pasar inadvertida al anotador de la obra cervantina.

 
 

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